Jonatán tenía 10 años y poseía una colección de sellos de correos, de la cual estaba muy orgulloso. Pero un día notó que varios de ellos, muy caros en el catálogo, llevaban una inscripción con letras muy pequeñas: “facsímil”. No sabía qué significaba esto, pero dicha palabra despertó cierta inquietud en él. Entonces le preguntó a un tío y este le explicó que esos bonitos sellos no valían absolutamente nada, solo eran reproducciones. De hecho, todos acumulamos bienes sin valor. Entonces, ¿cuáles son las verdaderas riquezas? Son las que proceden de la fe en Dios (Santiago 2:5).
Ser rico significa conocer a Dios, el Dios Salvador, y servirle con fidelidad. Ser rico es conocer a Jesucristo, el Hijo de Dios, como Salvador y como razón de vivir. Esta es la riqueza que no engaña, la única que podemos llevar al otro mundo, la que Dios exige para abrir las puertas del cielo a los que la poseen. Revisemos bien nuestras riquezas. ¿Tendremos solo “facsímiles”? Hoy, recibamos de la mano de Dios lo que él nos ofrece gratuitamente: las riquezas de la fe para ser salvo. ¡Todavía es tiempo, es urgente!
Además, podemos multiplicar estas riquezas espirituales. Jesús nos lo explica en la parábola del hombre noble que confía dinero a sus siervos con vistas a recoger el interés a su regreso de viaje (Lucas 19:11-27). Lo que la gracia de Dios produce en la vida de un cristiano también será contabilizado en el cielo, para su recompensa y para el gozo de su Señor.
Josué 5 – Hebreos 7:18-28 – Salmo 125 – Proverbios 27:21-22