En Kenia (África), cuando se viaja de Mombasa a Likoni en ferri, hay que tener mucha paciencia hasta poder cruzar la bahía. Mientras tanto, los vendedores ambulantes aprovechan para ofrecer sus mercancías a los conductores de los automóviles que hacen la cola.
Mientras esperaba en la fila, un niño de unos diez años de edad se acercó y me habló. Estaba desfigurado: tenía unas marcas profundas de quemaduras en la mejilla. Le pregunté si conocía a Jesucristo. Y él me respondió sonriendo: “Claro que sí, ¡es mi Salvador!”. Entonces le di un tratado que hablaba del buen Pastor. El niño se fue muy contento con el regalo en la mano.
Pronto volvió y me dijo: “¿Todavía tiene libritos? A mis amigos les gustaría tener uno”. Con mucho gusto le di algunos y le pedí que distribuyese unos tratados de evangelización a los conductores que estaban esperando del otro lado. Lo animé con estas palabras: “¡Ahora eres un pequeño misionero!”. Muy contento, se fue para cumplir con esta misión.
Después de una hora de espera nos acercamos al trasbordador; mi amiguito llegó corriendo y me dijo: “Eh, tú, me olvidé decirte que me llamo Garry. ¿Quieres orar por mí?”.
¿Oramos unos por otros? La Biblia nos pide que lo hagamos. ¿Quién puede contar los beneficios que recibimos cuando los hermanos y hermanas en la fe oran por nosotros? Seguro que no me olvidaré de orar por Garry, mi amiguito de Kenia.
Isaías 40 – Marcos 3 – Salmo 49:10-15 – Proverbios 14:17-18