Cuando Jesús vivió en esta tierra, en los países sometidos al imperio romano ciertos condenados a muerte eran crucificados. Eran atados de pies y manos a una cruz, y allí morían asfixiados. A veces eran clavados para que sus sufrimientos fueran mayores.
¿Por qué la muerte de Jesús en una cruz en Jerusalén es de una gravedad excepcional, si la crucifixión era algo corriente en esa época? Porque por medio de Jesús, Dios mismo había venido al mundo, para revelarse a los hombres. Él trajo un mensaje de verdad, amor y paz. Pero los hombres aborrecieron a Jesús, lo menospreciaron, y finalmente lo crucificaron, porque las obras de ellos “eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas” (Juan 3:19-20).
¿Por qué Dios permitió que los hombres cometieran semejante maldad, y no libró a Jesús? Porque nos amaba, y solamente Jesús podía llevar el castigo que merecían nuestros pecados.
¿Por qué Jesús se dejó crucificar? Porque quería salvar a la humanidad, a usted y a mí, por medio de su sacrificio. No alcanzamos a comprender semejante amor. Pero creámoslo, y aceptemos que Cristo sufrió y murió en nuestro lugar. Sin el arrepentimiento ante Dios y la fe en Jesucristo no se puede recibir el perdón divino.
¿Cuántas personas tomarán conciencia hoy de que fue por ellas personalmente que Jesucristo murió, y que tienen necesidad de su sacrificio para estar en paz con Dios? ¿Usted, quizás?
Isaías 17-18 – 1 Tesalonicenses 5 – Salmo 41:7-13 – Proverbios 13:9-10