Un joven judío estaba atormentado porque no podía seguir ofreciendo los sacrificios de animales ordenados en la ley de Moisés. ¿Qué sucedería con sus pecados sin la sangre de animales sacrificados para apaciguar la ira de Dios? Esta pregunta esencial lo preocupó durante varios años.
Una noche, recorriendo las calles de la ciudad, vio el anuncio de una reunión para judíos. Por curiosidad entró y se sentó. Justo en ese momento el predicador decía: “La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado”.
El joven escuchó atentamente. Jesús era presentado como “el Cordero de Dios” que vino a la tierra con el fin de derramar su sangre para el perdón de los pecados. Esa noche el joven comprendió: “Finalmente encontré la sangre que expía mis pecados y permite a Dios perdonarme”. Por la fe en el Señor Jesús, tuvo la certeza de ser perdonado y estar en paz con Dios.
Más tarde, leyendo el Nuevo Testamento, el joven comprendió que la sangre de los sacrificios de animales ordenados por la ley de Moisés no podía quitar un solo pecado. Esas ofrendas solo anunciaban el sacrificio único y perfecto que Dios mismo dio por amor a nosotros: Jesucristo. La sangre de Jesús es la única que puede purificarnos efectivamente de nuestros pecados. Todo aquel que cree en el Hijo de Dios y en la eficacia de su sangre, recibe de Dios la certidumbre de ser librado del juicio que merecían sus pecados. “Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús… por medio de la fe en su sangre” (Romanos 3:24-25).
Éxodo 27 – Hechos 19:23-41 – Salmo 33:10-15 – Proverbios 11:19-20