Un médico me contó: “Mi madre oraba mucho por mí. Nunca perdió la esperanza de que algún día me volviera a Dios. Pero desde mi primer año de estudios, me alejé rápidamente de lo que ella me había enseñado. Mi forma de vivir me hizo vender cosas que no necesitaba, entre otras la Biblia que mi madre me había dado cuando me fui de la casa.
Más tarde ejercí la medicina en un hospital y me enfrentaba a toda clase de sufrimientos y miseria. A veces me encontraba con verdaderos creyentes, y no podía evitar pensar en mi madre y en mi pasado.
Cierta vez llegó al hospital un paciente afectado por una grave enfermedad. Él estaba desahuciado, y lo sabía. Pero me llamó poderosamente la atención la expresión feliz de su rostro, aun cuando yo sabía que sufría dolores terribles.
Este hombre no tenía parientes; después de su deceso, se hizo el inventario de sus bienes en mi presencia. La enfermera me mostró una Biblia. ¡Qué sorpresa para mí cuando reconocí la Biblia que mi madre me había regalado! Mi nombre todavía figuraba allí, al igual que un versículo escrito con su propia mano.
Su último propietario había leído mucho esa Biblia, numerosos pasajes estaban subrayados. Este descubrimiento me dejó una profunda impresión. De repente vi mi vida de pecado desfilar ante mí. No tuve reposo hasta que acepté a Jesucristo como mi Salvador y mi Señor”.
“La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12).
Éxodo 9 – Hechos 8:1-25 – Salmo 26:8-12 – Proverbios 10:17-18