Un escritor francés escribió: “El sentido de la vida es una de las cuestiones más apremiantes”. En el Antiguo Testamento encontramos un libro entero que trata este asunto: el Eclesiastés. Para referirse a ello, su autor no se pone por encima de los demás. Una y otra vez nos dice: Yo hice, yo viví, experimenté, ejercí el poder, busqué la sabiduría… Y, ¿cuál fue su conclusión?
Desde el comienzo constata que todo lo que los hombres buscan, aunque sea bueno y dado por Dios -como la instrucción, el saber, los bienes, el amor entre esposos y hasta la justicia- nada de esto puede colmar al ser humano. En todo lo que hace, el hombre ve cernerse la sombra de la muerte.
Sin embargo, el autor no se hunde en la desesperación, ya que su búsqueda lo conduce a Dios. Lo percibe como una roca inquebrantable en medio de un mar agitado. Dios es la única respuesta a este inmenso sentimiento de vacío y desconcierto. “El Señor, roca mía y castillo mío, y mi libertador; Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; mi escudo, y la fuerza de mi salvación, mi alto refugio” (Salmo 18:2).
Vayamos sin temor a Dios, con respeto y confianza, conscientes de su grandeza, de su estabilidad y bondad. Aceptemos experimentar lo que su presencia revela y produce en nuestras vidas, creyendo simplemente lo que nos dice.
El Nuevo Testamento va más allá en esta revelación sobre el sentido de la vida. Descubrimos que esto está ligado a una persona, Jesucristo. “Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia” (Filipenses 1:21).
Éxodo 5 – Hechos 5:17-42 – Salmo 25:6-10 – Proverbios 10:9-10