El sonido de botas con tacos de hierro resonaba en las callejuelas de la vieja ciudad. Las chaquetas de cuero negro adornadas con calaveras y huesos cruzados daban miedo. Cuando esos roqueros llegaron a la plaza del mercado, observaron un puesto en el que unos cristianos ofrecían Biblias, libros y tratados evangélicos. Fueron directamente a ese lugar e increparon a los expositores.
Para su gran sorpresa, uno de los creyentes se adelantó, les habló del amor de Dios y les explicó que Jesucristo, el Hijo de Dios, murió en la cruz para salvar a los hombres. Uno de los roqueros, en la última fila, se impresionó por la tranquilidad y firmeza de su interlocutor. Sin dejarse ver, tomó un tratado y lo escondió en su bolsillo.
Mediante su lectura, creyó en Jesucristo, quien lo liberó de sus adicciones, lo salvó de la muerte y lo llevó a conocer la paz con Dios. Con el tiempo ese joven comenzó a presentar el Evangelio y se convirtió en un ardiente predicador.
Treinta años más tarde, predicando el Evangelio en su ciudad natal, relató este episodio de su historia. Entre los oyentes notó a un anciano en la primera hilera, quien con el rostro visiblemente emocionado lo escuchaba atentamente. De repente lo reconoció: era el cristiano que en aquella oportunidad le había hablado del amor de Dios.
“Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás” (Eclesiastés 11:1).
Éxodo 1 – Hechos 2 – Salmo 23 – Proverbios 10:1-2