¡Imaginémonos a este hombre discapacitado! Acostado entre decenas de personas, ya no esperaba nada. En 38 años seguramente había visto pasar mucha gente, personas buenas, religiosas… Pero nadie lo había ayudado. Ahora no tenía ninguna esperanza, no veía ninguna salida a su trágica situación.
Jesús le preguntó si quería ser sanado. ¡Pregunta sorprendente! Jesús sabía que ese hombre quería ser sanado. Pero esta pregunta era necesaria para que el enfermo expresara finalmente su desesperación: “No tengo quien”. En otras palabras: «Nadie se interesa por mí, me han abandonado, estoy solo».
Como a muchas personas, me cuesta expresar con palabras el sufrimiento que experimento: mis miedos, mi amargura, mi rabia, mi sentimiento de no estar a la altura… Sin embargo, expresarlo ante Dios, quien lo sabe todo, es reconocer mi dolor y abrir una puerta a la esperanza. Es manifestarle mi deseo de cambiar. Es permitir que Jesús tenga acceso a mi interior, que ponga «sus palabras sobre mis males», que en su compasión los alivie y los sane. Él me comprende y conoce el peso de mi sufrimiento. Jesús nos recuerda lo que realmente somos: hijos, amados tiernamente por Dios nuestro Padre.
Si usted lleva una carga demasiado pesada, dé este paso. Jesús está ahí; espera que le exprese su necesidad, con sus propias palabras, verdaderas y sencillas, con la confianza de que lo está escuchando. Su respuesta no lo decepcionará, sino que lo aliviará.