En abril de 1987, 24 paracaidistas se reunieron en Arizona para realizar una serie de saltos en caída libre. Cinco de ellos saltaron a una altura de 3 000 metros. En pleno vuelo, Debbie Williams chocó violentamente con el morral de un compañero y salió disparado, inconsciente, sin que su paracaídas se abriera.
Gregory Robertson, el entrenador del grupo, se elevó por encima de los demás. Percibió el peligro en un instante y se lanzó para llegar a Debbie a tiempo. Solo tenía unos segundos para actuar. Con los brazos a lo largo del cuerpo y las piernas juntas, se lanzó de cabeza y alcanzó a Debbie a 1 000 metros de altura. Le dio la vuelta y le abrió el paracaídas. Luego abrió su propio paracaídas y ambos descendieron lentamente hasta el suelo. Debbie aterrizó de espaldas, todavía inconsciente y con varias fracturas, pero Gregory le había salvado la vida.
Lo acontecido a Debbie ilustra la incapacidad del hombre para salvarse moralmente a sí mismo. Prisionero en su alejamiento de Dios, no tiene fuerzas para liberarse de su destino. Pero su angustia conmovió el corazón de Dios, quien envió a su Hijo unigénito a la tierra, para salvarnos mediante su muerte en la cruz. Jesús murió, pero también resucitó y vive para siempre. Todos los seres humanos pueden beneficiarse de este gran sacrificio y recibir la vida eterna. Jesús la da a todo el que pone su confianza en él.