«Cuando estaba embarazada de nuestro segundo hijo, me dijeron que el bebé tenía una enfermedad rara. Podía morir pronto. Para fortalecerme, buscaba textos en mi Biblia «al azar». Varias veces llegué al capítulo 5 de la epístola a los Romanos, versículos 1 a 11. Lo vi como una señal de Dios para recordarme que no estaba sola frente a esta terrible prueba.
Dicho texto fue mi salvavidas, saqué fuerzas de él. Las palabras paciencia y esperanza llenaron mi corazón y mi mente. Este texto describía las etapas que me harían crecer a lo largo de esta dolorosa prueba. Durante los pocos días de vida de mi hijo, estas palabras fueron aún más intensas, como una marca indeleble, un hilo rojo que me unía a Dios. Sentí la profunda ternura de Dios hacia mí, hacia mi marido y hacia nuestro hijo. Eran como un suave rocío sobre un profundo dolor.
Cuando enterramos a nuestro hijo, leí este texto de la epístola a los Romanos como algo natural. Mi corazón se llenó extrañamente de la serenidad de Dios, que, gracias a estos versículos, había ocupado un lugar muy especial en mi corazón. La última frase: “La esperanza no avergüenza (no defrauda); porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones…”, me llenó. A pesar del dolor de haber perdido a mi hijo, estaba segura de que nada podría separarme de ese amor».