El día de la crucifixión de Jesús, “José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero secretamente por miedo de los judíos, rogó a Pilato que le permitiese llevarse el cuerpo de Jesús… También Nicodemo, el que antes había visitado a Jesús de noche, vino trayendo un compuesto de mirra y de áloes, como cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús, y lo envolvieron en lienzos con especias aromáticas, según es costumbre sepultar entre los judíos. Y en el lugar donde había sido crucificado, había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual aún no había sido puesto ninguno… Allí… porque aquel sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús” (Juan 19:38-42).
José de Arimatea, un hombre rico y miembro honorable del Sanedrín (el tribunal religioso de los judíos), y Nicodemo, un erudito eminente, hasta entonces discípulos en secreto, se desvincularon de su pueblo. Con valentía, José pidió y obtuvo el permiso de Pilato para ocuparse del cuerpo de Jesús crucificado. Nicodemo llevó una mezcla de perfumes muy caros; estos dos discípulos bajaron de la cruz el cuerpo de Jesús, lo envolvieron en lienzos, con los perfumes, y lo pusieron en un sepulcro nuevo que pertenecía a José, a la espera de su gloriosa resurrección el domingo siguiente.
Dios había preparado a dos discípulos para que rindieran los honores, predichos siglos antes, al cuerpo de su Hijo: “Se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca” (Isaías 53:9).