Jesús estaba en Caná de Galilea; allí, durante una boda, había hecho un milagro notorio: convirtió el agua en vino. A unos treinta kilómetros de ese lugar se encontraba un funcionario de la corte de Herodes, cuyo hijo estaba gravemente enfermo. El oficial decidió pedir ayuda a Jesús, quien seguramente podría sanar a su hijo. Al llegar a Caná, rogó a Jesús que fuera y sanara a su hijo moribundo. Jesús probó primero al padre con un comentario que puso a prueba la calidad de su fe. ¿Realmente necesitaba ver milagros para creer? Pero el tiempo pasaba, y el padre angustiado rogó a Jesús que fuera antes de que su hijo muriera.
Jesús no fue con él, pero le dijo que se fuera a su casa, que su hijo viviría. El padre creyó la palabra de Jesús, y se marchó. Con esta hermosa actitud, ese padre demostró que su fe no se basaba en los milagros, sino en Jesús mismo y en su palabra. Cuando iba de camino, sus siervos fueron a su encuentro y le dijeron que su hijo estaba mejor. La fiebre le había dejado en el preciso momento en que Jesús habló. La fe del padre se fortaleció, ¡y toda su familia creyó!
– Jesús no siempre actúa de la manera que esperamos, pero actúa.
– A menudo pone a prueba nuestra fe, para nuestro bien. Pero nunca va más allá de lo que podemos soportar.
– Puede cuidar de nuestros hijos sin que estemos presentes, pues no nos necesita, pero cuida de nosotros tanto como de nuestros hijos.
– Nuestra fe le honra y él responde.
¡Creamos lo que Jesús nos dice!