Noëlla Rouget fue una sobreviviente de los campos de exterminio. Detenida por la Gestapo en junio de 1943, fue deportada a Ravensbrück en enero de 1944. Cuando fue liberada en abril de 1945, pesaba 35 kilos y padecía tuberculosis, pero seguía viva, mientras 90 000 prisioneros habían sido exterminados allí. En 1962, el desdichado oficial de la Gestapo que la había enviado a Alemania fue detenido. Su juicio terminó con un veredicto contundente: el verdugo fue condenado a muerte.
Noëlla Rouget tomó su pluma y escribió al general de Gaulle. Le pedía que indultara a su verdugo, entre otras razones porque, dijo ella: «Creo en Dios, el único Dueño de la vida y de la muerte». El presidente de la república accedió a su petición, cambiando la condena a muerte por cadena perpetua. El biógrafo de esta sobreviviente señaló: «Sus amigos no comprendieron, en absoluto, su planteamiento».
Si una creyente como Noëlla Rouget tuvo el verdadero valor de la fe, sin ser comprendida, ¿cómo podemos entender el sacrificio de Jesús, quien ocupó nuestro lugar bajo el juicio de Dios a causa de nuestros innumerables pecados? Por supuesto, no a través de un planteamiento racional, sino aceptando por la fe la gracia que Dios nos ha concedido, y dándole las gracias por habernos mostrado tanto amor. ¡El Hijo de Dios es mucho más grande que cualquier hombre o mujer excepcional! ¿Puede usted decir: “El Hijo de Dios… me amó y se entregó a sí mismo por mí”? (Gálatas 2:20). Si su respuesta es afirmativa, entonces usted es bienaventurado.