Saulo de Tarso estaba presente y consentía la lapidación de Esteban, el primer mártir cristiano, cuando este fue apedreado hasta la muerte. Esteban había hablado de Jesús como el “Justo” (Hechos 7:52). Sin embargo, para Saulo, este “Justo” era un impostor, y su crucifixión era un juicio merecido. Saulo se creía irreprochable en su respeto a la ley de Dios, y luchaba contra lo que él consideraba la peor de las herejías.
Cuando iba a Damasco para capturar a los cristianos, Saulo fue literalmente fulminado por un resplandor de luz del cielo. Y cayendo a tierra oyó la voz del Señor Jesús que le decía: “Saulo, ¿por qué me persigues?”. Persiguiendo a los cristianos, Saulo perseguía a Jesús mismo. Y “abriendo los ojos, no veía a nadie”. Pero después de hablar con Ananías, un fiel creyente, “le cayeron de los ojos como escamas, y recibió al instante la vista”.
Después de ser azotado por la ceguera, Saulo cambió su manera de ver a Jesús. Este ya no era un impostor que había muerto en la cruz: para Saulo, ahora Jesús estaba vivo, ¡había resucitado! Saulo proclamó inmediatamente que Jesús era el Hijo de Dios. Su vida fue transformada completamente: a partir de ese momento vivió con plena confianza en Aquel que se le reveló.
De esta manera Saulo, convertido en el apóstol Pablo, se encontró primero con Jesús resucitado, y luego comprendió la importancia de conocerle como “Jesucristo… crucificado” (1 Corintios 2:2). El centro del Evangelio es la muerte del Señor, pero también su resurrección. ¡Jesús está vivo!