«Me consideraba atea, pero leía la Biblia. En mi primer año de universidad, un estudiante me invitó a una reunión cristiana. Allí el predicador hizo dos preguntas: ¿Saben que hay una gran diferencia entre creer que Dios existe y seguir a Dios? Luego añadió: ¿A quién sigue usted? ¿Quién es el Señor de su vida?

Estaba intrigada. ¿Era posible que Dios quisiera guiarme realmente? Esa tarde oré por primera vez en mi vida, pero seguía llena de dudas. Le pedí a Jesús que fuera el Señor de mi vida.

En los días siguientes, mi mundo cambió de manera espectacular, como si una existencia plana, en blanco y negro, de repente se hubiera llenado de color y tridimensionalidad.

Es como cuando uno omite una pieza en un montaje mecánico: este no funciona bien. Pero si se añade la pieza que falta, todo funciona perfectamente. Así fue como me sentí cuando entregué mi vida a Dios. Pensaba que había funcionado bien hasta entonces, pero después de ser «reparada», ¡funcionó mucho mejor! Esto no significa que nunca me haya pasado nada malo desde el día de mi conversión, lejos de ello. Pero en cualquier circunstancia, puedo contar con la guía, el apoyo y la protección de Dios.

Solía pensar que era demasiado inteligente para creer en Dios. Ahora sé que fui arrogante y estúpida al ignorar a Jesús, el Creador del universo. Y quiero caminar con él, humildemente».