«Desde que estaba en la escuela primaria me ha fascinado la inteligencia. Cuando crecí me declaré atea. Despreciaba a los que creían en Dios, porque pensaba que la gente inteligente no necesita a Dios. En la secundaria, trabajé como niñera con una joven pareja de médicos brillantes, y me sorprendió descubrir que creían en Dios. Me animaron a leer la Biblia. Al principio me negaba a hacerlo, pero luego pensé que debía leer el libro más vendido de todos los tiempos.
Siguiendo su consejo, empecé con el libro de los Proverbios. Para mi sorpresa, las páginas estaban llenas de sabiduría. Aunque nunca escuché una voz, sentí una extraña sensación de ser llamada. Esto era inquietante y misteriosamente atrayente. Empecé a preguntarme si realmente existía un Dios.
Pero, pensé que quizá mi cultura –en la que la mayoría de la gente era cristiana o judía– me condicionaba a ver atractivo el cristianismo. Entonces estudié el budismo, el hinduismo y otras religiones. Visité templos, sinagogas, mezquitas y otros lugares sagrados, deseando terminar cuanto antes con este tema de Dios. Sin embargo, una batalla se libraba en mi interior. Cada vez deseaba pasar más tiempo con el Dios de la Biblia, y al mismo tiempo no quería pensar más en estos temas. No quería creer en Dios, pero tenía una sensación especial de su amor y su presencia».