Jesús estaba a punto de dejar a sus discípulos y se estaba despidiendo de ellos. Se iba de este mundo al Padre, por ello les hablaba del lugar al que iba: la casa de su Padre (Juan 13:1; 14:2). Los consoló asegurándoles que allí arriba había muchos lugares para ellos, junto a él. Si no hubiera sido así, ¡lo hubiera dicho! Los llamó a ir a él, sacándolos del mundo, para conducirlos a un lugar de felicidad junto a él. Sus discípulos no lo habían dejado todo para que él los abandonara cuando se fuera. ¡No serían perdedores!
La casa del Padre es la casa de los hijos. Jesús es el Hijo eterno del Padre y el lugar supremo le pertenece por derecho (2 Juan 3). Pero para que sus discípulos tuvieran un lugar con él, iba a convertirlos en hijos del Padre dando su vida en la cruz. Su muerte y resurrección eran necesarias para que sus discípulos, y todos los que vinieran después de ellos y creyeran en Jesús, recibieran la vida eterna. Ahora serían hijos de Dios, unidos a él como hermanos y hermanas, con un lugar en la casa del Padre (Juan 1:12; 20:17).
Jesús ascendió al cielo y va delante de los suyos. Pero su presencia allí arriba es una garantía de que ellos también estarán allí, es decir, ¡una multitud de hombres y mujeres, unidos a él por la misma vida!
El versículo de hoy lo confirma. Jesús dijo: “Padre… quiero que…”, asegurándonos que su voluntad está en perfecto acuerdo con la de su Padre, que desea tener a sus hijos en casa.