Al principio de mi ministerio, decidí que mis predicaciones estarían llenas de profunda reflexión. Para ello estudiaba comentarios bíblicos día y noche. Pero la asistencia disminuía. Así que puse más empeño en mis investigaciones, pero no hubo mejora. Y los que venían seguían siendo fríos y formalistas. Un domingo, cuando abrí la Biblia que estaba sobre el escritorio de la sala de reuniones, encontré un trozo de papel con estas palabras: «Queremos ver a Jesús».
De vuelta a casa, perplejo y preocupado, pensé en el significado de este mensaje. Releí el texto que había preparado para mi predicación: sí, era una lista de bellos pensamientos, pero Cristo mismo y su obra para salvarnos estaban en un segundo plano. Entristecido, confesé mi error, admitiendo que había querido servir a mi Señor según mis propios pensamientos. Entonces me vino a la mente la actitud del apóstol Pablo: “Cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Corintios 2:1-2).
Con la ayuda de Dios, me dispuse a predicar a Cristo. A partir de entonces, la vida espiritual volvió a despertar y los creyentes encontraron alegría y aliento en la Palabra de Dios. Durante este periodo, un día encontré otro papel encima de la Biblia sobre el escritorio, con la misma letra: «Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor».