Kelly era atea. A los doce años había perdido a su abuelo de cáncer y vio cómo su hermana de dos años también se veía afectada por la misma enfermedad.

A pesar de su ateísmo, Kelly no había «abandonado» a Dios. Al contrario, se propuso encontrarlo junto con su marido, Kevin, que también era ateo. Ambos dudaban de Dios obstinadamente, pero tenían preguntas sobre sus dudas. Así que empezaron a ir a la iglesia. Su camino hacia la fe fue largo y penoso. Perseveraron en esta búsqueda espiritual, ayudados por muchos amigos cristianos.

Al final, no fue la credibilidad intelectual del cristianismo lo que los convenció, sino su visión de la vida.

Kelly escribió: «Como atea pensaba que llevaba una vida con una moral buena, orientada a la comunidad y a la justicia social, pero los valores cristianos van más allá. También tienen que ver con nuestros pensamientos y el estado de nuestros corazones. Acepté el perdón de Dios y le invité a entrar en mi vida».

Kevin explicó: «Un día, estaba sentado en una cafetería, leyendo… De repente, me di cuenta de que al final mis éxitos no me aportaban ninguna satisfacción, que la aprobación de los hombres era efímera, que una vida vivida solo persiguiendo hacer lo que a uno le gusta no era más que una forma de narcisismo e idolatría. Ese día, empecé a creer en Jesucristo».