Cuando visité la catedral de Colonia en Alemania, me sorprendió encontrar una estatua de un cordero. Me contaron la historia de esta estatua. Cuando se estaba construyendo la catedral, un cordero pastaba tranquilamente entre los andamios. De repente, un obrero perdió el equilibrio y cayó. Se pensó que estaba muerto, pero no, había caído encima del cordero, cuyo cuerpo había amortiguado la caída. ¡El animal había muerto, pero el hombre se había salvado!
No sé si la historia es cierta, pero en cualquier caso, ilustra una gran verdad que aparece al principio de la Biblia. La fiesta de la Pascua, celebrada por primera vez por el pueblo de Israel justo antes de salir de Egipto, exigía el sacrificio de un cordero en cada hogar. Su sangre se colocaba en el marco de la puerta para proteger el hogar del ángel que debía matar al hijo mayor de cada familia en Egipto. Dios mismo había proporcionado a su pueblo un medio para escapar de su ira.
El Nuevo Testamento arroja luz sobre toda esta escena: Jesús es descrito como el Cordero de Dios que, con su muerte en la cruz, quita el pecado del mundo (Juan 1:29, 36). Pero no fue, como en nuestra historia, una muerte accidental. Cristo ocupó voluntariamente nuestro lugar para sufrir la condena merecida por nuestros pecados. Quiso obtener la salvación de los hombres perdidos mediante su propio sacrificio. Con una condición, que reconocieran su culpa y aceptaran este sacrificio para sí mismos.
Y tú, ¿ya aceptaste este sacrificio?