San Agustín (354-430) dijo: «Los seres humanos somos como vasijas de barro que se hacen daño mutuamente con solo rozarse». ¡Qué gran verdad! Es difícil, si no imposible, convivir en armonía sin practicar el perdón mutuo y la misericordia, porque a menudo nos hacemos daño, ya sea en pareja, en la familia o en la iglesia.
Pero, ¿qué es la misericordia? Es el acto de conmoverse ante el sufrimiento y el error del hermano. Así explica Dios su misericordia ante el error de su pueblo: “Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión” (Oseas 11:8).
La palabra perdón significa renunciar al deseo de «hacer pagar» a la otra persona por los males que me ha hecho. Para poder perdonar necesitamos recordar el gran perdón que hemos recibido. Perdonar no significa aceptarlo todo, pues hay situaciones en las que tenemos que dar testimonio de lo que es cierto. Para perdonar hay que ser valiente, pero es muy liberador.
«Perdonar es liberar a un prisionero y descubrir que el prisionero era uno mismo» (Lewis B. Smedes).
El perdón, dentro de una pareja, una familia o una iglesia local, es como el aceite en un motor. Si arrancas tu coche sin una gota de aceite en el motor, al cabo de unos kilómetros todo se atascará. Al igual que el aceite, el perdón reduce la fricción y mantiene las cosas en movimiento.
Cristianos, pidamos al Señor la fuerza para llevar el aceite de la misericordia y el perdón. ¡Derramémoslo en abundancia!