El día anterior, Abraham había intercedido por Sodoma ante Dios, suplicando hasta obtener la promesa de que, si se hallaban diez justos en la ciudad, esta no sería destruida. Pero no los había. Sin embargo, Dios extendió su misericordia hacia Lot, pues lo sacó sano y salvo de la ciudad junto con su esposa y sus dos hijas. Sus yernos, al considerar sus advertencias como una broma, perecieron en el juicio. Su esposa, desobedeciendo, se convirtió en una estatua de sal por mirar hacia atrás. Aunque Lot había rogado refugiarse en la pequeña ciudad de Zoar, pronto se sintió inseguro y huyó a las montañas, donde terminó viviendo en una cueva con sus hijas.
Todo lo que Lot había valorado –su hogar, posición, posesiones y perspectivas– quedó destruido. Sodoma pereció bajo el juicio de Dios. Sin embargo, la influencia de Sodoma fue poderosa, perdurando durante siglos y trayendo amargas consecuencias. “Las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres” (1 Co. 15:33), y lo que ocurrió en aquella cueva solitaria es prueba de ello. Las hijas de Lot, marcadas por la inmoralidad de Sodoma, emborracharon a su padre y demostraron su total inmoralidad. Aunque su intención era preservar la descendencia, los medios que emplearon no justificaban tal fin. De este acto nacieron Moab y Amón, dos pueblos que más tarde serían enemigos acérrimos de Israel.
No sabemos cuánto tiempo más vivió Lot en su vergüenza, pues la Escritura guarda silencio al respecto. Pero, sorprendentemente, el Nuevo Testamento lo llama el “justo Lot” –aunque, abrumado por la conducta inmoral de sus vecinos, se afligía cada día (véase 2 P. 2:7-8). “¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan? ¿Andará el hombre sobre brasas sin que sus pies se quemen?” (Pr. 6:27-28). ¡Imposible!