Así le sucedió a Israel al comienzo de su travesía en el desierto. Aunque habían visto el poder de Dios al ser liberados de Egipto, pensaron que todo ese esfuerzo divino tenía un solo fin: hacerlos morir en el desierto. Creyeron que habían sido salvados por la sangre del cordero pascual solo para ser sepultados a las orillas del Mar Rojo. Así razona siempre la incredulidad: interpreta a Dios a la luz de las dificultades, en lugar de interpretar las dificultades a la luz de Dios. Pero la fe se pone más allá del alcance de las dificultades. Se eleva por encima de la prueba y allí encuentra a Dios con toda su fidelidad, amor y poder
El creyente tiene el privilegio de estar siempre en la presencia de Dios. Ha sido llevado allí por la sangre del Señor Jesús. Nada debería apartarlo de ese lugar. Ese acceso es permanente, porque Cristo, nuestro Jefe y Representante, permanece allí por nosotros. Sin embargo, aunque nunca pierde su posición, puede perder el gozo, la experiencia y la fuerza que provienen de vivir en la conciencia de ese acceso.
Cada vez que las dificultades se interponen entre nuestro corazón y el Señor, ya no nos alegramos en su presencia, sino que sufrimos en presencia de nuestras circunstancias. Es como una nube que se interpone entre nosotros y el sol: el sol sigue brillando, pero sus rayos ya no nos alcanzan. Así también, las pruebas pueden nublar la luz del rostro de nuestro Padre, el cual brilla con fulgor invariable en la faz de Jesucristo.
No hay dificultad demasiado grande para nuestro Dios. De hecho, cuanto más grande es la prueba, mayor es la oportunidad para que él se muestre tal como es: el Dios de todo poder y de toda gracia.