Aquí no hallamos vagas incertidumbres, sino un conocimiento vivo del amor de Dios. No tratamos al amor como algo meramente subjetivo, pues para conocerlo y disfrutarlo plenamente, debemos reconocerlo como una realidad objetiva. Los sentimientos no constituyen una base sólida para el razonamiento. No se trata de sentirme amado, sino de saberlo y creerlo porque es un hecho inmutable y verdadero. Esta verdad permanece independientemente de mis emociones; por tanto, estoy llamado a simplemente creerla. Sin duda, esto es sensato y correcto.
Las evidencias de ese amor –la encarnación del Señor Jesús y su incomparable sacrificio por nosotros– son tan poderosas e irrefutables que solo una rebeldía obstinada se atrevería a dudar de ellas. Sí, “Dios es amor”. Esa es su misma naturaleza, y por eso ama. No es el fervor de mi respuesta lo que determina si él me ama o no. Él me ama porque él es amor, y ese amor no depende de nada en mí que lo merezca o lo atraiga. Por eso, lo creo: porque es verdad. Y al creerlo, permanezco en el amor, permanezco en Dios, y Dios permanece en mí.
Se trata de una permanencia constante, porque se trata del amor eterno del Dios eterno. Quien rechaza ese amor, rechaza para sí mismo todo derecho a sus beneficios. “Dios es amor” –esta sigue siendo una verdad firme, aun cuando el hombre distorsione la palabra y la naturaleza de Aquel que, en su gracia, busca la bendición más pura para cada criatura.
En gracia, Jesús cargó con mi juicio en el Calvario. Soportó la pena completa, sin atenuantes, por el pecado; él se ofreció voluntariamente. Ahora que la obra está consumada, él ha sido coronado de gloria y honra, y nosotros, en él, somos aceptados ante el rostro del Padre, en justicia y en gozo.