Consideremos el lugar que ocupan las buenas obras dentro de la dispensación de la gracia. Sabemos que las buenas obras no pueden comprar la salvación; pero también sabemos que deben estar presentes en la vida de todo aquel que ha sido salvado. Pablo afirma, por un lado, que somos salvos “no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia” (Tit. 3:5). Pero también dice que el Señor “se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tit. 2:14).
Hacer el bien no se limita a dar dinero. Nuestro Señor Jesús –el único Hombre perfecto que ha caminado sobre esta tierra– fue pobre, y sin embargo leemos acerca de él que “anduvo haciendo bienes” (Hch. 10:38). Nuestra contribución a los intereses del Maestro puede tomar diversas formas, como el entregar consuelo a quienes viven en profundos valles de sombras. Ahora bien, aunque dar dinero no es la única manera de hacer el bien, es importante destacar que, con la bendición de Dios, puede ser uno de los métodos más eficaces para llevar a cabo el servicio de “hacer el bien”. Por eso, Pablo escribió: “A los ricos de este siglo manda… que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos” (1 Ti. 6:17-18).
En una ocasión, un granjero –quién tenía una buena condición económica– estaba orando en voz alta en la mesa familiar. En su súplica, le pedía a Dios que enviará ayuda material a una familia pobre que vivía en su vecindario. Entonces, su hijo pequeño hizo una observación: «Papá, tú mismo podrías ser la respuesta a tu oración por la familia Smith, ¿verdad?». Esta breve historia ilustra de manera punzante el pasaje de Santiago 2:14-16.