El clamor de Jesús no recibió respuesta. Sus palabras se elevaron, pero no hallaron eco en los cielos. La oscuridad –símbolo de la aflicción– no le trajo descanso alguno de parte de Dios. Sin embargo, Aquel que sufrió tal desamparo era el único verdaderamente justo sobre la tierra. Más aún, este Justo, a pesar de ser desamparado, mantuvo una confianza inquebrantable en Dios.
Que Dios desampare a un hombre absolutamente justo en medio de su angustia es algo que está en total oposición con la forma en que Dios actúa. No obstante, se nos asegura que no hay injusticia en Dios. De hecho, Cristo mismo, en aquella hora tan solemne y única, fue quien declaró que Dios era perfectamente justo al desamparar a aquel que era absolutamente justo: “Pero tú eres santo”. De esta forma, Aquel que fue desamparado por Dios también es quien vindicó completamente a Dios en el mismo instante. Estas palabras no solo afirman la santidad de Dios en el acto del desamparo de Cristo, sino que también revelan cuán profundamente necesario era dicho desamparo, si Dios había de permanecer justo y, al mismo tiempo, extender su bendición a los hombres.
De esta forma, en este salmo, la cruz se nos presenta no tanto como la exposición de la maldad del hombre que exigía el juicio, sino como la escena de la obra expiatoria de Cristo, la cual mantiene intacta la gloria de Dios, asegura la bendición del creyente y sienta las bases para el cumplimiento del consejo eterno de Dios.
En su perfecta vida de obediencia, Cristo glorificó a Dios manifestando su bondad perfecta. En su muerte, lo glorificó aún más, al hacerse pecado, soportar el juicio divino y declarar así –de manera definitiva y eterna– que Dios es santo, que aborrece el pecado y que no puede pasarlo por alto.
Finalmente, al cargar con nuestros pecados y el juicio que el pecado merecía, y al ser hecho pecado y al soportar la pena correspondiente a este, Cristo aseguró la bendición eterna de todo aquel que cree en él.