El primer acto de Dios en la nueva creación es idéntico al que vemos en la primera creación: Dios manda que “sea la luz”. El Espíritu de Dios, que se movía sobre las aguas al principio (véase Gn. 1:2), lleva la Palabra de Dios a la conciencia y al corazón. La luz penetra en nosotros, y así como Dios separó la luz de las tinieblas, también opera en nuestros corazones, separando el bien del mal.
En la vida cotidiana, cuando la luz de la verdad penetra en la mente respecto a cualquier asunto, desde ese momento todo cambia. Surge en nosotros un nuevo poder, una percepción renovada y una perspectiva transformada; los ojos del entendimiento son abiertos. Pero la luz que ahora ha resplandecido en nuestros corazones no es simplemente una luz intelectual o natural, sino una iluminación celestial, divinamente impartida, que nos concede un conocimiento particular: el conocimiento de la gloria de Dios mismo.
No hablamos de su gloria como Creador, la cual es proclamada por los cielos mismos –gloria que la ciencia humana puede, al menos en parte, explicar–, sino de una gloria mucho más excelsa: la gloria de su propio ser y carácter. Esta gloria no es proclamada por el firmamento, ni anunciada por el curso del día y de la noche (véase Sal. 19:1-2); está revelada en otro libro y expresada en un lenguaje espiritual. La leemos “en la faz de Jesucristo”; y no únicamente en su rostro durante su paso por la tierra, sino donde ahora se encuentra, en el cielo.
Debemos contemplar a Jesús donde él está ahora para comprender verdaderamente el significado de su vida y muerte en la tierra. Su gloria presente es la respuesta divina a su pasada humillación: está entronizado como el Primogénito de entre los muertos y es Cabeza de la nueva creación. Esta gloria actual responde perfectamente a su humillación, cuando ocupó el lugar y la responsabilidad de los pecadores, quienes estaban muertos en sus delitos y pecados.