Jesús, siendo Dios, ¿realmente necesitaba aquellos cinco panes y dos pececillos? ¿No podría haber hablado simplemente y haber hecho aparecer una abundante provisión para saciar a la multitud hambrienta de cinco mil personas? Sin duda, el Señor podría haberlo hecho, pero no lo hizo. Eligió usar a un muchacho y lo poco que él ofreció; y luego de dar gracias… el alimento se multiplicó.
Este principio se repite en muchos otros pasajes de la Escritura. Cuando Jesús convirtió el agua en vino, primero ordenó que llenaran de agua las tinajas vacías (véase Jn. 2:6-8). Para alimentar a Elías, Dios usó a los cuervos y un arroyo, y luego a una viuda en Sarepta, con un puñado de harina y un poco de aceite (véase 1 R. 17:1-16). Más adelante, Eliseo preguntó a otra viuda qué tenía en su casa, y usó su vasija de aceite. También usó sal para sanar las aguas de Jericó, un poco de harina para purificar un guiso venenoso, y un palo para hacer flotar el hierro de un hacha que había caído al río (véase 2 R. 2, 4 y 6).
Todos estos ejemplos muestran que Dios se complace en utilizar medios y personas que, a ojos humanos, parecen incapaces o insignificantes. Pero es precisamente a través d e ellos que él manifiesta su poder y bendice a muchos. Aprendamos, por un lado, a reconocer que es el Señor quien hace la obra; pero también, por otro lado, que él desea usar instrumentos –por más limitados o improbables que nos consideremos– para llevarla a cabo. Obviamente, el Señor y su poder es lo que marca la diferencia, tal como él dijo: “Separados de mí, nada podéis hacer” (Jn. 15:5). Aun así, él desea que estemos disponibles y que lo poco que tenemos sea consagrado a su servicio.
En dependencia del Señor, seamos fieles en aprovechar las oportunidades que él nos da. Y al ofrecerle humildemente lo que somos y lo que tenemos, recordemos con confianza lo que escribió el apóstol Pablo: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil. 4:13).