Nos detenemos maravillados al contemplar al Señor de gloria colgado en la cruz maldita. Este grito de desamparo marca el clímax del sufrimiento del Salvador. Ya había sido entregado en manos de hombres pecadores y perversos, y clavado en una cruz romana.
Los soldados lo desnudaron, y luego colocaron su cuerpo herido y golpeado sobre el madero. Clavaron sus manos al travesaño y sus pies al poste vertical. Imagine el dolor físico, la agonía mientras levantaban la cruz y la dejaban caer violentamente en el hoyo cavado en la tierra. Luego, los soldados se sentaron… y lo observaron.
El profeta Isaías escribió acerca de él: “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Is. 53:7). Jesús lo soportó todo en silencio, porque era la hora del hombre y la potestad de las tinieblas.
Entonces, desde la hora sexta hasta la hora novena, una densa oscuridad cubrió la tierra. En un acto de amor insondable, Dios lo entregó para ocupar nuestro lugar como nuestro bendito Sustituto. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co. 5:21). Pero al llegar la hora novena, se rompe el silencio. Con gran voz, Jesús exclamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Y él mismo da la respuesta en el Salmo 22:3: “Pero Tú eres santo”.
La justicia debía ser satisfecha; Satanás, el engañador, debía ser derrotado; y el pecador, reconciliado. En lugar de temor al juicio, ahora gozamos del amor de Dios por la fe en nuestro Señor Jesucristo, el don de Dios. “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor” (1 Jn. 4:18).
Entonces Jesús clamó de nuevo con gran voz: “¡Consumado es!” ¡Gloria eterna a nuestro Dios!