Las cartas de Pablo presentan una distinción fundamental: los hombres están “en la carne” o “en Cristo Jesús”. El hombre natural –por más culto, refinado, religioso o benévolo que parezca exteriormente– sigue estando “en la carne” delante de Dios. Está en el primer Adán, muerto en delitos y pecados; necesita vida espiritual. Es por esto que el Evangelio no ofrece remedios para mejorar o reformar a los hombres en la carne, sino que proclama redención: la obra mediante la cual Dios nos saca de nuestro estado de culpa y condenación, y nos introduce en una posición de bendición y cercanía con él.
Por muy respetables y agradables que puedan parecer las personas, la Escritura declara con claridad que “la mente puesta en la carne es enemiga de Dios”; la voluntad humana, por naturaleza, está en abierta oposición a Dios. Así, el hombre natural –por más intelectual o generoso que sea– es como un árbol corrompido que no puede dar buen fruto. Ni la Ley, ni las amenazas, ni los mandamientos, ni los juicios pueden hacerlo apto para la presencia de Dios. Su historia entera da testimonio de que su voluntad está en contra de la voluntad de Dios, confirmando el veredicto divino: “Los que están en la carne no pueden agradar a Dios”. Una sentencia contundente, sí, pero absolutamente justa, clara e inapelable. ¡Así es el hombre! “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co. 2:14).
Ante esta condición, Dios no ha intentado reparar la naturaleza caída, sino que, en su infinita gracia, ha provisto redención por medio de Cristo y su sangre derramada. En él, hemos sido libertados de la culpa, la condenación y el poder del pecado, y puestos ante Dios en una posición completamente nueva: en vida y en justicia. El sentimiento de culpa ha sido borrado por la gracia divina, mediante la sangre de Jesús, el Hijo de Dios.