Diógenes de Sinope, filósofo griego (413-327 a. J.C.), decía mientras se paseaba por la plaza pública de Atenas, con una lámpara encendida en pleno día: “Busco un hombre”, es decir, un hombre digno de ese nombre; o aún más: “Busco al Hombre, y solo veo hombres”.
Alrededor de dos siglos antes, el profeta Jeremías pronunció unas palabras similares. Pero no era un filósofo buscando a un sabio. Era Dios mismo buscando a un hombre recto, uno solo, en Jerusalén, para poder perdonar a toda la ciudad. Jeremías buscó primero entre las personas sencillas, y constató que ellas no sabían lo que era justo para Dios (v. 4). Luego fue a los grandes, pero estos no quisieron obedecer a Dios (v. 5). Así todos eran igualmente culpables.
En toda la humanidad, ¿halló Dios a un hombre justo? Sí, este hombre vino del cielo: Jesucristo. Los que lo conocieron -tanto los que lo amaban como los que lo rechazaban- dieron testimonio de que este hombre era justo. Incluso Pilato, quien pronunció su condena a muerte, tuvo que reconocer: “Yo no hallo delito en él”. Presentándolo a la multitud después de haberlo condenado, declaró: “¡He aquí el hombre!” (Juan 19:6, 5). Jesús era el Hombre por excelencia, el único justo, el Hijo de Dios hecho hombre.
Solo ese hombre, Jesucristo, justo, perfecto, sin pecado, podía soportar el castigo por el pecado de los hombres, frente a la justicia perfecta de Dios.
Jeremías 23:1-20 – Lucas 23:1-25 – Salmo 96:7-13 – Proverbios 21:23-24