La palabra “evangelio” significa “buena nueva”. Esta buena nueva anuncia que Dios quiere salvarnos del mal y de la muerte. Varias expresiones del Nuevo Testamento nos presentan la riqueza del evangelio, por ejemplo: el “evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Marcos 1:1); “el evangelio de la paz por medio de Jesucristo” (Hechos 10:36); “la palabra (o la predicación) de la cruz” (1 Corintios 1:18); el “testimonio de la resurrección del Señor Jesús” (Hechos 4:33); el “evangelio de la gracia de Dios” (Hechos 20:24); “la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación” (Efesios 1:13).
El punto en común de todas estas expresiones es una persona: Jesucristo. Su venida, sus sufrimientos, su muerte y su glorificación habían sido anunciados en el Antiguo Testamento. Algunos de esos textos anunciaban a un Siervo sufrido, mientras otros evocaban a un Mesías glorioso. El capítulo 53 de Isaías revela el vínculo entre los dos: a causa de su humillación como siervo de Dios, el Mesías recibiría el poder y la autoridad. Las personas que lo rodeaban pudieron percibir esa misteriosa dualidad, que vino a ser el fundamento de la proclamación del evangelio de Jesucristo por medio de los apóstoles. El “Santo y… Justo” (Hechos 3:14), el “Autor de la vida” (Hechos 3:15), “murió por nuestros pecados” (1 Corintios 15:3), “ha resucitado de los muertos” (Mateo 28:7), fue “recibido arriba en gloria” (1 Timoteo 3:16).
Jesucristo es el corazón del evangelio. Es el poder de Dios y la sabiduría de Dios. Es el Salvador de cada uno de los que creen en él.
Éxodo 18 – Hechos 13:26-52 – Salmo 30:6-12 – Proverbios 11:1-2