El joven José fue vendido como esclavo por sus hermanos, quienes estaban celosos de él. Llevado a Egipto, y luego encarcelado por una falta que no había cometido, finalmente fue designado jefe del país por el faraón, quien reconoció en José una sabiduría y una inteligencia dadas por Dios (Génesis 41:38-39). Algunos años más tarde sus hermanos se vieron obligados a ir a buscar trigo en Egipto, y tuvieron que vérselas con el gobernador: ¡el mismo José! Fueron encuentros emocionantes, llenos de miedo y perdón… El Faraón recibió amablemente a esos hombres cuyo pasado, no obstante, era tan penoso; luego les concedió las mejores tierras del país.
¿Por qué este recibimiento tan benévolo? No era debido a sus méritos personales, sino al hecho de que eran hermanos de José, el hombre de quien el Faraón estaba enteramente satisfecho.
Este relato ilustra una realidad actual para nosotros, cristianos: el Señor Jesús “no se avergüenza” de llamarnos “hermanos” (Hebreos 2:11), somos aceptados en la presencia de Dios debido a la satisfacción que él halló en su amado Hijo. No es a causa de nuestros méritos, o de alguna buena obra; es porque Jesús murió por nuestros pecados.
Los hermanos de José tuvieron que reconocer su culpabilidad para ser perdonados y recibidos. Confesar nuestros pecados delante de Dios es todo lo que debemos hacer para ser aceptados por él. Así somos reconciliados con Dios. Entonces, las mejores bendiciones espirituales son para nosotros, como todo lo mejor que había en Egipto era para la familia de José.
Génesis 24:1-32 – Mateo 13:24-43 – Salmo 13 – Proverbios 4:1-6