Hace casi 2 000 años, al amanecer de un domingo, el primer día de la semana, tuvo lugar un acontecimiento glorioso.
Unas mujeres con especias aromáticas se acercaron a la tumba donde habían depositado a su Señor, Cristo, que lleva ya dos días muerto. ¡Pero qué sorpresa se llevaron! La piedra que cerraba la entrada había sido removida y el sepulcro estaba abierto… ¡vacío! Entonces aparecieron dos hombres con vestiduras resplandecientes de luz y les preguntaron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado” (Lucas 24:5-6). El poder de Dios, el poder de la vida, ha resucitado a Jesús de entre los muertos.
Fueron estas mujeres que querían honrar a Aquel que las había liberado quienes escucharon este primer mensaje. Para disipar sus temores, los ángeles añadieron las mismas palabras que habían oído decir a Jesús: “Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y resucite al tercer día” (Lucas 24:7).
A partir de ese momento surgió un nuevo día para la humanidad, el punto de partida de la Buena Nueva que se sigue proclamando hoy en día. Jesús nos dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25). La fe en Jesús no termina con su vida perfecta, su ministerio caracterizado por la gracia y el amor, ni siquiera con su sufrimiento y muerte por crucifixión. ¡Si Jesús no hubiera resucitado, nuestra fe sería en vano, “mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos” (1 Corintios 15:20)!