«Una noche me invitaron junto con unos vecinos a casa de unos amigos libaneses. Alguien sugirió leer el versículo anterior del evangelio de Mateo. Luego hubo un largo y doloroso silencio. Ahí estaban esos hombres y mujeres, golpeados por tantos años de guerra… todos habían perdido a uno o varios miembros de su familia.
¿Cómo se puede leer este texto a personas que se han visto envueltas en una situación así, sin merecerlo? Y escuché, estupefacta, ¡cómo estas voces, destrozadas por tanta desgracia, reconocían humildemente que el perdón ya no podía brotar naturalmente de sus corazones porque demasiado odio, sangre y muerte los habían aplastado! Tras esta confesión abierta, se pusieron a orar espontáneamente, pidiendo a Dios que hiciera nacer en ellos este perdón por el poder de su Espíritu.
Aquella tarde comprendí que perdonar era realmente participar del don de Dios, participar de la gratuidad de su amor infinito. Nuestra lógica humana, la de la espiral mortal del resentimiento que engendra venganza, del mal que engendra mal, se rompe con el perdón. Lo que podría haber parecido una debilidad, una rendición, se convierte de repente en una marcha a contracorriente, un paso inesperado del Espíritu de Dios… Es pasar de nuestra lógica humana a la de Dios, a la lógica del amor de aquel que, un día, en el Calvario, a punto de morir, oró: “Padre, perdónalos”» (Michel H.).