En 2020 la epidemia de Covid-19 invadió el mundo. Día tras día las noticias eran cada vez más deprimentes: el virus se iba extendiendo por todas partes.
Llevábamos ya varios días confinados cuando una noche, miré la luna por la ventana y me impresionó la calma que reinaba allí arriba. ¡La luna brillaba intensamente, ajena a la agitación de la tierra! Mis pensamientos viajaron más arriba y llegaron al cielo, donde Jesús está sentado a la derecha de Dios. Su obra de salvación está hecha, y él descansa para siempre. Alejándome de la angustia que me rodea, me regocijo al pensar que mi verdadero hogar está en el cielo. Mi verdadera vida (la vida de mi alma) está “escondida con Cristo en Dios” (Colosenses 3:3), a salvo de todo daño. Aunque vivo en la tierra, en realidad soy un extraño aquí abajo. El virus puede alcanzar mi cuerpo, ¡pero nunca la vida eterna de mi alma! ¡La herencia que se me ha prometido es inalterable!
Cristianos, ¡qué reconfortante y tranquilizador es elevar nuestras miradas más allá de esta frágil tierra! Todo lo que parecía sólido parece desmoronarse, y la tierra parece que se tambalea como un borracho (Isaías 24:20). Pero la herencia que nos promete Dios es celestial, y está fuera del alcance de cualquier cosa que pudiera hacerle perder su valor, y guardada para nosotros por Dios mismo.
Esta esperanza reconfortante es el ancla del alma, firme y segura (Hebreos 6:19).