En marzo de 1987, Marco, un niño de ocho años de edad, fue secuestrado y separado violentamente de su familia. Durante diecisiete meses lo mantuvieron escondido en una montaña en Italia, mientras sus secuestradores exigían un rescate de dos millones de dólares. Cuando finalmente la policía lo localizó y se acercaba a la cabaña donde lo tenían prisionero, sus secuestradores lo sacaron de su escondite, lo abandonaron en un sendero de la montaña y le ordenaron que caminara.
La policía lo encontró en ese lugar. El pelo le había crecido hasta los hombros. Alrededor de su muñeca izquierda tenía marcas de la cadena que lo sujetaba a la pared, y llevaba puesta la misma camiseta que tenía el día del secuestro.
Los medios de comunicación informaron sobre la liberación del niño; muchas personas lloraron de la emoción al enterarse de que el pequeño estaba a salvo. Sin embargo, la alegría de la madre se disipó cuando su hijo la miró sin ninguna emoción en sus ojos marrones, y fríamente le preguntó: “¿Por qué no pagaste el rescate? No querías que volviera, ¿verdad?”.
Probablemente los secuestradores le habían dicho que sus padres no lo amaban porque no estaban dispuestos a pagar el rescate. La suma exigida estaba muy por encima de lo que la familia podía pagar, pero los secuestradores habían repetido su mentira tantas veces al chico que este había terminado creyéndoles.
A Dios nunca se le puede hacer la pregunta: “¿Por qué no pagaste el rescate?”, pues él pagó el rescate supremo por nosotros. Nadie puede dudar de Su amor, debido al costo de ese rescate.
Jonás 3-4 – Marcos 4:21-41 – Salmo 50:1-6 – Proverbios 14:21-22