Estos versículos nos muestran las dos caras de la santificación.
En primer lugar, los cristianos han sido santificados. Esta es una realidad permanente. En el momento en que confiamos en Jesucristo para el perdón de nuestros pecados, la obra de la santificación quedó consumada. Al igual que los términos «santos» y «santidad», santificación significa, sencillamente, que Dios nos ha apartado para sí mismo. Declara que ya no somos lo que éramos. En la Epístola a los Corintios, el apóstol Pablo recuerda que algunos habían sido ladrones, borrachos, practicantes de inmoralidad sexual o tenían un mal hablar, pero ahora habían sido santificados. Dios los apartó de su entorno anterior, dándoles una nueva identidad: ahora eran únicamente suyos.
Pero la verdad doctrinal debe conducir a una respuesta práctica. Los versículos dirigidos a los tesalonicenses ilustran el segundo aspecto de la santificación: estamos siendo santificados. Esto es progresivo. Dios desea que avancemos en una vida cada vez más apartada para él, tomando decisiones motivadas por prioridades centradas en su voluntad. Esta es nuestra responsabilidad. No debe ser un impulso ocasional, sino un hábito constante que moldea nuestro pensar y actuar a lo largo del día. Al mismo tiempo, reconocemos que solo Dios puede obrar en nosotros el deseo y la capacidad de vivir para su gloria. F. B. Hole, un escritor del siglo pasado lo expresó de forma elocuente: «Sabiendo que somos permanentemente santificados –santos, apartados– actuamos como la buena porcelana de Dios. Vivimos la santidad de un pueblo que pertenece a Dios. Ya hemos sido hechos aptos para el cielo –no tenemos que ganarlo–, pero la santificación progresiva nos hace aptos para vivir en la tierra».