Los acontecimientos relatados en el libro de Job ocurrieron, con toda probabilidad, en tiempos de los patriarcas, antes de que Israel fuera una nación y mucho antes de que la Ley fuera dada. Siglos después, el apóstol Pedro diría: “Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hch. 10:34-35).
Job era un hombre inmensamente rico que vivía en la tierra de Uz, una región al este de Canaán, posteriormente asociada con Esaú y conocida como Edom. Dios mismo lo elogió delante de Satanás, el acusador de los hermanos, llamándolo “mi siervo”, y destacando su piedad e integridad.
Un detalle a menudo pasado por alto es el ejemplo de los hijos de Job como hermanos mayores. El salmista exclama: “¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!” (Sal. 133:1). La vida familiar de Job se caracterizaba por la comunión: cada uno de los siete hijos tenía su propia casa y mostraban hospitalidad. Organizaban banquetes en días especiales –probablemente cumpleaños– y siempre invitaban a sus hermanas.
Job, por su parte, no se entrometía ni acusaba a sus hijos. Más bien, manifestaba un profundo cuidado espiritual por ellos: después de los días de fiesta, ofrecía holocaustos en su favor, diciendo: “Quizá habrán pecado” (v. 5). ¿Amamos así a nuestros hijos? ¿Confiamos en ellos? ¿Oramos por ellos regularmente, pensando en sus actividades y preocupaciones? Hagámoslo con regularidad, con fe, no solo cuando hay problemas.