Vemos al Señor Jesús avanzando de gloria en gloria a lo largo de todo su maravilloso y variado camino: desde el vientre materno hasta los cielos.
En su nacimiento, se dijo de él: “El Santo Ser que nacerá…” (Lc. 1:35). Allí resplandecía la gloria de la naturaleza humana que él asumió.
Durante su infancia y juventud, la gloria de la Ley brilló en su comportamiento y en sus caminos. Vivió durante treinta años en lo secreto, en total sujeción a sus padres en Nazaret. Creciendo en gracia para con Dios y con los hombres.
En su bautismo se manifestó la gloria de Aquel que vino a cumplir toda justicia: los cielos se abrieron, el Espíritu descendió sobre él como paloma, y una voz del cielo declaró: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3:17).
Luego, ungido y comisionado, salió a realizar su ministerio por pueblos y ciudades de Israel, reflejando la gloria de la imagen del Padre, la cual resplandecía a través suyo. El que lo veía a él, veía al Padre (véase Jn. 14:9).
En la cruz contemplamos reunidas las glorias de la misericordia y la verdad, de la justicia y la paz. Gloria a Dios, y paz a los pecadores. Fue la más plena manifestación de gloria moral: Dios aceptando y perdonando a los más viles, sin pasar a llevar su santidad. Y ahora, la gloria de Dios brilla con majestad en “la faz de Jesucristo”, resucitado, ascendido y sentado a la diestra de la Majestad en las alturas. Así, de gloria en gloria, contemplamos al Señor Jesucristo. ¡Alabado sea su nombre!