La culpa puede ser legítima o falsa, pero en ambos casos, su efecto sobre nosotros es muy parecido. El sentimiento de vergüenza puede debilitarnos espiritualmente y llevarnos a dudar de la presencia, la provisión o las promesas de Dios. Nos puede hacer dudar de su amor; y si las emociones son lo suficientemente intensas, incluso podemos llegar a cuestionar nuestra salvación. La culpa puede hacernos olvidar que “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Ro. 8:1), y hacernos temer que Dios nos juzgará con dureza.
Una forma común de responder al autorreproche es tratar de «pagarle» al Señor por nuestros errores, sean reales o imaginarios. En un esfuerzo por ganar su «aprobación», nos mantenemos ocupados compulsivamente. Otra trampa es el remordimiento persistente por los «deberías», «debías» o «debes», es decir, sentir culpa por cosas que no realicé o no completé. Esta culpa puede robarnos el gozo en nuestras relaciones, al hacernos sentir que nunca es suficiente. Si no se enfrenta, este tipo de autoacusación puede hundirnos en el desánimo e incluso en la depresión.
Por eso, debido al poder corrosivo de la culpa, es fundamental tratarla de inmediato. Cuando hemos quebrantado los mandamientos de Dios, el camino es claro: debemos arrepentirnos sinceramente y aceptar el perdón del Señor. Pero cuando se trata de una falsa culpa –basada en expectativas erróneas, legalismo o mentiras del enemigo–, el remedio es abrazar la verdad bíblica:
1. Dios me eligió y me está transformando a la imagen de su Hijo.
2. Su amor por mí es incondicional, constante y eterno.
3. Jesús pagó el precio total por mis pecados. Dios me ha perdonado para siempre y me ha adoptado como su hijo.