¿Qué argumento podía presentar el escritor de la Epístola a los Hebreos a los creyentes judíos que los convenciera de que el sacerdocio levítico había sido sustituido? ¿Qué podía hacerles entender que el sistema aarónico y levítico había caducado y que solo había servido como sombra de algo mejor? El Espíritu Santo anticipa estas objeciones en la Epístola a los Hebreos. Uno de los reparos más naturales sería este: “Manifiesto es que nuestro Señor vino de la tribu de Judá, de la cual nada habló Moisés tocante al sacerdocio”. En efecto, Jesús no pertenecía a la tribu de Leví, y nadie podía discutir este hecho. Entonces, ¿cómo podía afirmarse que él era sacerdote? ¿Con qué autoridad bíblica podía abandonarse el antiguo sistema establecido por Dios?
La respuesta a esta difícil pregunta era tan sencilla como profunda y tenía enormes implicaciones prácticas: Dios mismo lo había prometido en el Salmo 110. En esa profecía mesiánica, se declara que el Mesías no solo sería rey, sino también sacerdote: “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sal. 110:4).
Además, ¡este Melquisedec había vivido mil años antes de que se escribiera el Salmo 110 y dos mil años antes de su cumplimiento en Cristo! Primero, era fundamental que vieran cómo Dios había mostrado claramente en Génesis 14, mediante el tipo de Melquisedec, que existía un precedente de un sacerdote superior a Aarón. Y luego, en el Salmo 110, que Dios mismo prometió con juramento que el Mesías, el Hijo de David e Hijo de Dios, sería sacerdote conforme a otro orden: el orden de Melquisedec.
Este argumento no podía ser rechazado por ningún verdadero creyente en el Mesías. Dios había prometido con claridad: vendría un Sacerdote completamente diferente a todos los que le precedieron.
¡Qué maravilla ver cómo la historia y la profecía se entrelazan, formando un precioso retrato de Cristo, el verdadero Melquisedec y el verdadero Aarón!