Cerca del final del libro de los Salmos, es conmovedor encontrar esta exclamación de alabanza al Dios del universo. Hemos conocido la realidad de su gracia perdonadora, manifestada en el Hijo de su amor, a quien entregó como el sacrificio perfecto para quitar nuestros pecados. Sin duda, esto acrecienta nuestro asombro ante su grandeza. Ciertamente, Dios ha manifestado su grandeza en todas las obras de la creación. Pero considere cuán inmensa es la grandeza de su amor, expresada en su maravilloso plan de salvación. Él nos ha atraído hacia sí mismo, concediéndonos el gozo indescriptible de conocerlo. Su grandeza está más allá de toda capacidad humana para comprenderla. Verdaderamente es “inescrutable”.
Este salmo expresa el sentir de quienes heredarán las bendiciones del reino milenial. Aunque hoy el mundo no reconozca la grandeza de Dios, en ese día no habrá excusa alguna para ignorarla. Cristo vendrá con poder y majestad para reclamar su legítimo lugar de autoridad. Muchas generaciones vivirán durante ese reino de paz y lo alabarán con alegría.
Sin embargo, no necesitamos esperar hasta entonces para honrarlo. Nosotros, que ya hemos conocido al Salvador, tenemos ahora el privilegio de alabarlo y reconocer su autoridad en la práctica. “En la hermosura de la gloria de tu magnificencia, y en tus hechos maravillosos meditaré” (vv. 5-6). Estas palabras nos interpelan personalmente. Alabémoslo por su bondad amorosa y honrémoslo tanto con nuestras palabras como con nuestra manera de vivir.
“Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Ro. 11:36).