Los hombres y mujeres cuyas vidas rebosan de buenas obras son los intérpretes más prácticos y convincentes del mensaje del Evangelio. Ellos traducen sus bendiciones espirituales y materiales en ayuda concreta para las circunstancias presentes.
Así fue con Florencia Nightingale, quien se desgastó sirviendo a los soldados en los duros campos de batalla de Crimea. Así también lo hizo Mary Reed, que entregó su vida a los leprosos de la India y murió entre ellos, convertida en una de los suyos. Ambas adornaron el Evangelio con su ejemplo, y a su vez fueron adornadas por él.
Fue así también como muchos de los primeros paganos fueron conquistados para Cristo. Cuando los cristianos eran calumniados y perseguidos, no respondían con venganza, sino que ofrecían a sus perseguidores el testimonio irrefutable de las buenas obras (véase 1 P. 2:12). Este es, después de todo, uno de los propósitos fundamentales por los que el Señor nos ha dejado en este mundo: ser una bendición para otros.
¿Tendría sentido construir una máquina costosa solo para admirar su diseño y funcionamiento? Las máquinas se fabrican para producir resultados, para realizar un trabajo útil que beneficie a otros. Así también, Dios nos ha salvado, santificado y provisto abundantemente, no solo para nuestro bienestar, sino para que seamos instrumentos útiles, preparados para toda buena obra.
Y en este llamado a las buenas obras, la fuerza propulsora es el amor. Se cuenta que un hombre, al ver a una frágil enfermera limpiando las llagas gangrenosas de soldados heridos, exclamó: «Yo no haría eso ni por un millón de dólares». Sin detener su labor, ella respondió: «Yo tampoco lo haría». El amor de Cristo es el gran motor que nos impulsa a realizar tales tareas.