Me pregunto si los rostros de los discípulos resplandecían cuando bajaron del monte, como le sucedió a Moisés, de quien está escrito: “Aconteció que descendiendo Moisés del monte Sinaí… no sabía Moisés que la piel de su rostro resplandecía, después que hubo hablado con Dios” (Éx. 34:29). Aquellos tres discípulos también habían estado en un monte con el Señor, y allí presenciaron una visión anticipada del reino de Dios en gloria. Moisés y Elías estaban presentes y hablaban con Jesús “de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén” (v. 31), en cumplimiento de todo lo anunciado por la Ley y los Profetas.
Se nos dice que los discípulos “estaban rendidos de sueño; mas permaneciendo despiertos, vieron la gloria de Jesús” (v. 32). También nosotros necesitamos ser despertados del letargo espiritual, y que los ojos de nuestra fe sean abiertos para contemplar la gloria del Señor. Cuando eso ocurra, no nos apresuraremos a hablar en su presencia, como hizo Pedro al proponer tres enramadas, colocando a Moisés y Elías en el mismo nivel que al Señor. Entonces intervino el Padre, celoso de la gloria de su Hijo, y corrigió esa visión distorsionada: “Este es mi Hijo amado; a él oíd” (v. 35).
Al descender del monte, los discípulos se encontraron con una situación que superaba su capacidad: un padre afligido por su hijo poseído por un espíritu maligno. Incapaces de ayudar, recurrieron al Señor. Él simplemente dijo: “Trae acá a tu hijo” (v. 41). Qué instrucción tan preciosa para nosotros. Cuando nos enfrentamos a circunstancias que están más allá de nuestro control, podemos llevarlas a Jesús. Podemos traerle a nuestros hijos, nuestro matrimonio, nuestras finanzas. Podemos presentarle nuestras relaciones rotas, nuestra soledad, nuestras cargas ocultas, nuestras adicciones. Y descubriremos que, donde los discípulos son impotentes, hay un Dios omnipotente. Jesús sanó al niño y lo devolvió a su padre. “Y todos se admiraban de la grandeza de Dios” (v. 43).