En la parábola de las diez vírgenes (véase Mt. 25:1-13), cinco de ellas eran prudentes y cinco insensatas. Las insensatas tomaron sus lámparas, pero no llevaron aceite consigo. El aceite era lo que alimentaba la llama. Es decir, tenían la lámpara de la profesión, pero no el aceite que la hacía útil. ¿Qué implica esto? El aceite representa al Espíritu Santo “y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Ro. 8:9). Las vírgenes prudentes representan a los verdaderos creyentes; las insensatas, a los meros profesantes, quienes toman el nombre de Cristo, pero no poseen lo que los capacita para estar en Su presencia. Al faltarles el aceite, las insensatas le pidieron un poco a las prudentes, pero en el ámbito espiritual, nadie puede transmitir el Espíritu a otro. El Espíritu Santo no puede compartirse ni comprarse, aunque la Biblia emplea la figura literaria de «comprar» la salvación sin dinero y sin precio (véase Is. 55:1).
Al tardar el esposo, todas cabecearon y se durmieron (v. 5). En la historia de la Iglesia, hubo una somnolencia universal en relación con la expectativa de la pronta venida de Cristo. Mientras dormían, no se notaba diferencia entre las vírgenes prudentes y las insensatas. Pero cuando se oyó el clamor y despertaron, la distinción se hizo evidente: algunas no tenían aceite.
Mientras las insensatas iban a comprar, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y la puerta se cerró. Más tarde, las otras regresaron y dijeron con angustia: “¡Señor, Señor, ábrenos!”. Pero él respondió: “De cierto os digo que no os conozco” (vv. 11-12).
Si acudo a Dios reconociendo mis pecados y creo que Jesús es mi Salvador, recibiré el don del Espíritu Santo. Si tenemos este aceite, entonces podemos, al igual que las vírgenes prudentes, esperar en paz a nuestro Señor. “Velad, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir” (v. 13).