Todo hijo de Dios es llamado a vivir por fe. Es un error muy grave señalar a ciertas personas que no tienen una renta determinada ni ningún tipo de propiedad, y hablar de ellas como si fueran las únicas que viven por fe. Según este punto de vista de la vida de fe, noventa y nueve de cada cien cristianos se verían privados del precioso privilegio de vivir por fe. Si un hombre tiene un ingreso fijo, un determinado salario, o lo que comúnmente se denomina un oficio «secular», mediante el cual se gana el pan para él y su familia, ¿no tiene el privilegio de vivir por fe? ¿Acaso nadie vive por fe excepto aquellos que carecen de medios de subsistencia? ¿Acaso la vida de fe se limita a la simple condición de confiar en Dios para la comida y el vestido?
¡Cómo se rebaja esa vida de fe cuando se limita a la cuestión de las necesidades temporales! Confiar en Dios para todas las cosas es, sin duda, algo muy cierto y bendito; pero la vida de fe tiene una esfera más elevada, un mayor alcance, que las cosas temporales y la simple satisfacción de nuestras necesidades materiales. Abarca todo lo que concierne a nosotros, en cuerpo, alma y espíritu. Vivir por fe es andar con Dios; aferrarse a él; depender de él; tomar de sus fuentes inagotables; hallar todos nuestros recursos en él y tenerlo como refugio perfecto de nuestros ojos y como el objeto que satisface plenamente el corazón; conocerlo como nuestro único recurso en todas las dificultades y en todas nuestras pruebas. Es estar vinculados absoluta, completa y continuamente a él; ser enteramente dependientes de él, al margen y por encima de toda confianza en la criatura, de toda esperanza humana y de toda expectativa terrenal.
Tal es la vida de fe. Procuremos entenderla. Debe ser una realidad o nada. De nada servirá hablar acerca de la vida de fe; debemos vivirla
No dudando su palabra que es la luz y la verdad.