A David se le ha llamado, con justicia, músico, poeta, destructor de gigantes, guerrero y, por supuesto, rey. Pero, por encima de todos estos títulos, la Escritura lo describe como un hombre conforme al corazón de Dios. No solo amaba y adoraba a Dios, sino que respondía con asombro y profunda gratitud a todo lo que el Señor le revelaba. Se deleitaba en explorar los pensamientos divinos. Y en ninguna parte se ve esto con más claridad que en el pasaje de hoy.
Sin embargo, ese pasaje va más allá de la adoración personal de David, pues, en realidad, es una profunda profecía acerca de nuestro Señor Jesucristo:
“Tuya es, oh Señor, la grandeza…” – Él es grande en su gloria divina, grande en su poder creador, grande en su descenso desde el trono al pesebre. En su encarnación, el ángel anunció: “Este será grande” (Lc. 1:32).
“… y el poder” – Cuando el Señor Jesús caminó entre los hombres, manifestó el poder de Dios para sanar y hacer el bien. Pero –¡bendito Salvador! – nunca utilizó ese poder para su propia comodidad.
“… y la gloria” – Poco antes de ir a la cruz, él dijo: “Para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre” (Jn. 12:27-28). En efecto, la gloria de Dios resplandeció en el Calvario cuando el Señor Jesús quitó el pecado mediante el sacrificio de sí mismo.
“… y la victoria” – Nos situamos, con gozo, ante la tumba vacía y oímos la voz del ángel: “No está aquí, pues ha resucitado” (Mt. 28:6). ¡Qué victoria! Su resurrección proclamó su triunfo total sobre el pecado, la muerte y Satanás.
“… y la majestad” – Miramos hacia el día en que él volverá a la tierra para juzgar con justicia y hacer guerra (véase Ap. 19:11 NBLA). ¡Qué majestad tendrá entonces! Será aclamado por todos como “Rey de reyes y Señor de señores” (Ap. 19:16). Verdaderamente, ¡digno es el Cordero!