Los ángeles de los reinos de la gloria descendieron para visitar a humildes pastores y anunciarles el mensaje del nacimiento de Jesús. Ante todo, el Niño en el pesebre era el Salvador. La necesidad más profunda de nuestros corazones no era simplemente la de un gran maestro –aunque él enseñó con autoridad y gracia incomparables– ni de un ejemplo de vida –aunque él vivió sin reservas, condenando la hipocresía y soportando la pobreza, la injusticia, el abandono y las más amargas indignidades. No, ¡lo que necesitábamos desesperadamente era un Salvador que pudiera rescatar a los pecadores!
Su nombre era Jesús –“Jehová salva”–, porque él salvaría a su pueblo de sus pecados. Al recordar el pesebre, no debemos olvidar la cruz. Este Niño no era solo el Salvador, sino también el Cristo: el Mesías, el Ungido de Dios, enviado para predicar buenas nuevas a los pobres, proclamar libertad a los cautivos y sanar a los quebrantados de corazón. La esperanza de Israel descansaba sobre él como su tan esperado Libertador. Aunque primero debía sufrir, entraría después en su gloria. Y esa gloria era segura, porque el niño también era el Señor: el Señor de la gloria, el Señor de todo.
En medio de estos gloriosos títulos, no pasemos por alto el poder afectivo de la palabra: “Os”. Los ángeles habrían sido exactos si solo hubieran dicho: «Hoy ha nacido en la ciudad de David un Salvador». Pero Dios no quiso dejarnos fuera. El Salvador nació para nosotros. Vino a buscar a los perdidos, a rescatar a los que perecen. Vino a caminar entre nosotros, a compartir nuestra mesa, a entrar en nuestra humanidad, y a pagar el precio por nuestros pecados. Vino para transformarnos con una nueva vida, una nueva paz, un gozo que no depende de las circunstancias.
El mensaje que resuena en esta época del año es este: Dios no nos ha olvidado. El Salvador ha venido a nosotros. Y en respuesta, como escribió una escritora de himnos: «¿Qué le puedo dar? He aquí mi corazón».