Este pasaje revela una conversación sagrada entre Dios Padre y el Hijo. El Señor Jesús había hablado de un grano de trigo que, si no cae a tierra y muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto. También se refirió a ser “levantado de la tierra”, aludiendo claramente a la muerte que iba a sufrir (véase vv. 32-33). A estas afirmaciones añadió: “Ahora está turbada mi alma” (v. 27); sin embargo, no pidió ser librado de aquella hora. Lo que deseaba profundamente era que el nombre de su Padre fuera glorificado.
Entonces una voz del cielo declaró que el nombre del Padre ya había sido glorificado, y sería glorificado una vez más. ¿Cuándo había sido glorificado antes? Podríamos decir que cada paso en la vida de Jesús trajo gloria al Padre. Nunca hubo una nota disonante en la perfecta armonía de sus palabras y acciones. Él mismo afirmó: “Yo hago siempre lo que le agrada” (Jn. 8:29).
No obstante, hubo momentos particulares en los que la gloria del Padre resplandeció de manera especial. Uno de ellos fue la resurrección de Lázaro. Aunque Jesús, como Hijo de Dios, tenía vida en sí mismo (véase Jn. 5:26), no lo resucitó sin invocar públicamente el nombre del Padre: “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado” (Jn. 11:41-42). Muchos de los que vieron a Lázaro salir vivo del sepulcro creyeron verdaderamente (véase v. 11). Así fue glorificado el nombre del Padre. Y de forma aún más gloriosa, el nombre del Padre fue exaltado en la resurrección de Cristo, quien, luego de beber hasta los sedimentos la copa del juicio que el Padre le había dado, resucitó según el poder de una vida indestructible.
El nombre del Padre es glorificado por el poder divino y la hermosura moral del Señor Jesús, sobre quien la muerte no pudo prevalecer. Y también nosotros, al contemplarlo, hallamos toda nuestra gloria en el Salvador.